La novia roja y el mal del Caribe

Francesco escupió, tosió, se limpió la sangre y sonrió, dispuesto a presentar batalla, pues su mano detrás de la espalda había conseguido hacerse de nuevo con la pistola. Yunuen lo intuyó y se arrojó rápidamente sobre él, golpeándolo con tanta fuerza que se hirió los nudillos. Y a pesar de ello lo golpeó otra vez. Y otra más. Hasta perder la sensibilidad de la mano. Pero continuó pegando: quería matarlo. Solo lo detuvo el sonido repentino de un disparo.

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Me agarré con ambas manos a la valla para no caer desmayada. Pero me solté enseguida. ¿Podrían los cocodrilos erguirse y trepar por la alambrada hasta alcanzar mis manos y arrancármelas de cuajo con un solo mordisco de sus dientes afilados? Se me saltaron las lágrimas al tiempo que pensaba en lo absurdo de la situación. ¿Cinco hombres retándome a internarme en un nido de cocodrilos? Cinco hombres que además eran jefe y compañeros, porque me habían contratado para eso, para trabajar. ¿O se trataba de otra cosa? ¿Sabían ellos algo que yo desconocía?


El don más codiciado del mundo

Me hace tanto daño que tengo que gritar, pero mi grito se ahoga en la palma de su mano. Antes de retirarla de mi boca, vuelve a amenazarme colocando la punta del cuchillo en mi espalada, rasgando mi camiseta. Me fuerza a pisar la rampa de la pasarela de entrada al crucero, resbaladiza y húmeda por el clima tropical, y luego guarda el cuchillo en uno de sus múltiples bolsillos del pantalón. Asciendo mirando hacia arriba, hacia los lados, buscando algún tipo de salvaguarda, de protección divina o humana. El cielo ha dibujado en respuesta dos nubes negras, una de ellas con forma de calavera. En la Tierra, la ajena indiferencia: el capitán del barco en la cabina de mandos, el vigía mirando para otro lado y aquel grupo de pasajeros, con sus elegantes ropas, charlando en la proa, ensimismados todos, cada uno a lo suyo. Nadie, por extraño que parezca se da cuenta de mi presencia. Si alguno de ellos lo hiciera daría la voz de alarma ante la visión de una mujer pálida y sudorosa, el cabello desgreñado, la boca desencajada, los ojos pidiendo auxilio, la mancha de sangre en la espalda…


El infierno respira dos veces

Las balas de las metralletas de los soldados silbaron en el aire y atravesaron la carrocería del coche. Salem aceleró y arrolló al militar que disparaba a la luna delantera. Casi al instante percibió un líquido viscoso y caliente que descendió desde su oreja hasta el cuello. Tocó con sus dedos la sangre y sintió que se mareaba. Su pie abandonó de forma involuntaria el pedal del acelerador y el vehículo se detuvo. Su tío, con una herida en la pierna, se giró hacia sus hijos. Omar y Abdulah estaban sobre Sergam, que tenía los ojos cerrados. Le dieron palmaditas en la cara para intentar reanimarlo. Pero Brahim se dio cuenta enseguida de que su hijo de trece años no estaba inconsciente, sino muerto.


Ojalá me ames

Sus ojos se han cerrado, pero su subconsciente se abre a un pasado medroso, donde el pavor le inmoviliza las piernas. Ya no está en Cuba, sino en el Sáhara, y la atmósfera es gris y asfixiante. Le pica la garganta, le cuesta respirar. Necesita a su madre, necesita su abrazo y su protección, pero no sabe dónde está. Y ahora su hermana Zahra le resguarda debajo de una acacia, un refugio tonto ante las bombas que caen del cielo. Quiere llorar, pero no lo hace. Su padre antes de marchar a la guerra le dijo que debía ser fuerte, que debía de cuidar de su madre y de su hermana. Pero él solo tiene siete años, y está viendo llover fuego, sangre y pedacitos de gente.

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