La novia roja y el mal del Caribe

Nuestra unión pasó a ser un secreto oculto tras los cambios de las estalactitas, que asimilaron la forma de nuestros cuerpos, hombre y mujer unidos en la sutileza de las milenarias formas de la húmeda piedra, sobre la que mi amante indígena me acomodó para penetrarme, no solo con lo físico sino también con una espiritualidad anhelante de reconocerse en un igual. ¿Éramos iguales Yunuen y yo? Así lo sentí. Sentí en el goce del amor el pálpito del universo, polvo de estrellas derramado en mis huesos y ríos de luz estelar fluyendo en mis venas celestes. Había nacido para aquel instante. No habría otro tan pleno, tan mágico, tan incorpóreo.

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Me dirigí a su dormitorio, donde vi la puerta entreabierta. Escuché lo que me pareció un gemido o un suspiro ahogado. Asomé la cabeza y la giré con cautela hacia la cama. Paquita no dormía, sino todo lo contrario. Paquita rebosaba energía y actividad bajo la luz de la luna. Vi su culo en pompa desnudo y bronceado por el sol. En esa posición tenía forma de corazón y parecía una manzana tierna y jugosa, pues un dedo entraba y salía con pericia de su ano. Tuve que taparme la boca para no gritar, impresionada por la escena. Aun así él adivinó mi presencia y se giró.


El don más codiciado del mundo

Es imposible para sus instintos de mujer hambrienta obviar por más tiempo la tensión de esos firmes músculos bajo la ropa recién lavada, cuyo dulce olor a jabón comienza ya a dinamitar las barreras protectoras que su mente precavida ha fabricado para impedir cualquier roce, cualquier leve acercamiento a la piel masculina. Y entonces, un rayo cargado de hormonas electriza su cuerpo, su ser, su boca, su ansia, toda. Ángela lucha contra un instinto básico que trata de someterla, anulando el raciocinio dominado por un bienestar material, imponiéndole la senda de la corporalidad. Pero la razón, poco a poco, cede, abandonándose a las sensaciones carnales, rindiéndose a los placeres terrenales, los mismos que han experimentado por primera vez todo hombre y toda mujer desde el origen de los tiempos. A Paolo, en cambio, para desearla, le ha bastado con un cruce sutil de sus piernas, un suspiro, una mirada al infinito y el movimiento provocador de su larga melena. Durante la breve espera, el moribundo salón se convierte en un crematorio de llamas invisibles que abrasan el fortín de Ángela, calcinando sus últimas reticencias. La lujuria es así, nace de forma inexplicable e, inevitablemente poderosa, aliena a los seres, reduciéndolos a carne, y a deseo, incitándoles a una inagotable sexualidad.


El infierno respira dos veces

Mi torso era un pantano de sudor con perfume de océano que ella secaba con besos y caricias sutiles de su boca, mientras yo recorría con mis dedos la terminación de su espalda y la suavidad de su media manzana. Alma se agitó excitada, desprendiendo con mayor intensidad cada uno de los aromas de los que se había impregnado en su paseo por la ciudad. Su cuerpo era como una tienda de especias: toda una exhibición de olores. Su boca, sus manos, sus senos, su ombligo, sus pies su sexo… Cada parte de ella tenía un aroma delicioso que perturbaba mi virilidad. Su cabello castaño olía a alheña, su cuello a perfume de rosas, sus labios a canela, su boca a hierbabuena, sus pechos a miel, su vientre a vainilla, y su sexo, estimulado por mi lengua, rezumaba un anís afrodisiaco.

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El viento nocturno estrellaba sus frías manos contra los muros de adobe de aquella casa medio en ruinas, intentando disuadirnos con sus gélidos tentáculos. No nos amedrentamos, sabíamos que aquella era nuestra última noche en Smara, y nos deseamos aún con más ardor. La energía que emanaba de nuestros cuerpos caldeó la estancia neutralizando el viento helador. Nos desnudamos a la escasa luz del quinqué, nuestros ojos se demoraron en la esbeltez de nuestros cuerpos, en la blancura de la carne, en los pezones erectos. Yo podría haber renunciado a ella mucho antes, y ella podría haber huido con Jairo, pero estábamos predestinados. Experimentamos un torbellino de sensaciones carnales empapadas de amor sincero, y eso quemaba, quemaba más que la arena del desierto en los pies desnudos a medio día, quemaba más que el sol en la piel desprotegida, quemaba más que las llagas de la tortura física o las heridas del corazón. No nos habíamos rozado todavía y mi virilidad estaba dispuesta, bien erecta, preparada para acoplarse dentro de ella. Alma fijó sus ojos en ese manjar que tanto ansiaba, se arrodilló y besó mi pene. Lo introdujo en su boca, saboreando la punta con su lengua…


Ojalá me ames

—Esto no es una poza nudista, señorita… Aquí se bañan los respetables clientes del Diamante —recalcó.

La cara de Alma ardió adquiriendo el color de una granada madura.

—Imagino que la poza, por muy cerca que esté del hotel, es pública, como toda la naturaleza que la circunda. Y si lo que insinúa es que no soy una mujer decente… ¡Mírese usted, oiga, que se está aprovechando de la situación para darme un repaso! ¡Peor aún, se le ha hinchado el bañador, y no creo que sea por culpa del viento! —vociferó Alma antes de ponerse de pie en la charca. El agua le llegaba hasta la cintura, por lo que tuvo que taparse el pecho con las manos.

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