El don más codiciado del mundo

El silencio se desbarata ante el sonido lejano, pero perceptible, del primer cañonazo que parte del otro lado de la bahía y que marca el inicio de una hora: las nueve.

—Dime, Fefa, ¿qué ha ocurrido en las dos últimas noches?

—¿Qué quieres saber, mija? —responde dando una calada al cigarro, expulsando un humo nebuloso tras el que se oculta su rostro durante unos inquietantes segundos.

—Quiero saber qué son esos fuertes y secos ruidos que se producen en tu habitación.

—Niña —sacude la ceniza en el hule dibujando en él un pequeño agujero —, nunca he escuchado ruidos en mi habitación.

—No entiendo nada.

—No me sorprende, ni siquiera eres una iniciada.

—¿Iniciada en qué? Dijiste que tengo un DON.

—Lo dije, sí, pero quizá no quise decirlo.

—¿Puedes explicarte?

—Me ha dicho la Rosamunda que no me meta en eso, mija. Que es mejor para ti que no lo sepas —de nuevo una calada y una nube de humo expulsado esta vez hacia el rostro de Alma, provocándole un golpe de tos—. Que no te conviene saberlo, o podría acarrearte malas consecuencias.

—Rosamunda está muerta, ¿verdad, abuela?

—Sí, hija, totalmente muelta, pero la veo en sueños, e insiste en que me marche con ella.

—¿Eso qué quiere decir?

—Que pronto me llegará la hora.

¡¡¡PUM!!! Un nuevo cañonazo destroza el aire, a lo lejos, en el cielo.


La novia roja y el mal del Caribe

A mitad de camino hacia allí, en mitad del verdor de la selva, señalé a Paquita una columna de humo negro que destacaba sobre la nubosidad del cielo. En un determinado momento creo que también llamé la atención sobre ella al resto de pasajeros. “¿Sabéis de dónde sale ese fuego?”, eso o algo parecido pregunté, en voz alta, para que todos me oyeran. Como respuesta recibí miradas estrábicas, mandíbulas desencajadas, cabezas bajas y un silencio de plomo. Paquita y yo nos miramos confusas, aquella actitud no podía justificarse con el miedo al huracán, puesto que la evacuación se estaba realizando con previsión. Si Henri tocaba tierra encontraría una isla desierta.


El infierno respira dos veces

La mano rugosa de Fatimetu encendió el candil apagado. La luz que surgió de pronto iluminó la mitad izquierda del rostro de la mujer exacerbando la fealdad de su cicatriz.

—Se los han llevado, niña —dijo Fatimetu clavando sus ojos de vieja en Livia, que se estremeció de terror al descubrir que su ojo estaba hueco—. A la Cárcel Negra.

—¿La Cárcel Negra?

—La cárcel de El Aaiún, Livia —le aclaró Daniel—. ¿No has oído a tu mentor hablar de ella?

—Claro, en más de una ocasión ha defendido a alguno de sus presos, pero no recuerdo haberle escuchado esa denominación de “cárcel negra”. La verdad es que, en general, no le gusta hablarme de lo que sucede en las cárceles. Se muestra muy protector conmigo.

—Eso es… —continuó Fatimetu —para no asustarte. Porque los que entran allí ya no vuelven, y si lo hacen vienen transformados…


Ojalá me ames

—Soledad, ¿me oyes?

—Sí, sí… Perdona, Norma, es que me he distraído. Acabo de ver una luz encendida en el viejo edificio.

—Es imposible. Hace años que está abandonado…

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